Comentario
La escultura del Renacimiento español que se desarrolla en el último tercio del siglo XVI y sucede al expresivismo de mediados de siglo, sigue siendo un arte manierista aunque de distinto signo al anterior. Claras diferencias se manifiestan si comparamos las obras de la corte, relacionadas con el manierismo aristocrático europeo, y las del resto de la Península, de carácter más popular. Estas últimas se han definido en algunas regiones como romanistas, adecuado término que hace referencia a la influencia determinante de las formas y modelos de Miguel Angel y los círculos manieristas romanos formados en su estela. Estos aspectos por sí solos no caracterizan este arte, pues hay que tener presente la propia evolución de la escultura hispana precedente, así como la importancia de la Iglesia surgida del Concilio de Trento que utilizó, popularizó e hizo suyo este estilo. Es, en definitiva, una escultura de carácter religioso, popular aunque de gran calidad técnica y muy uniforme estilística e iconográficamente, lo que se traduce en la inexistencia de variaciones regionales reseñables.
La crítica siempre estuvo de acuerdo en señalar el retablo mayor de Astorga, construido entre 1558 y 1562 por Gaspar Becerra, como la obra representativa del nuevo estilo tanto en su estructura arquitectónica y sus motivos decorativos como en el estilo e iconografía de sus imágenes y relieves. También ha ocupado lugar de privilegio en el desarrollo de la escultura romanista otro retablo paradigmático, el mayor del convento de Santa Clara de Briviesca, realizado por Pedro López de Gámiz entre 1566 y 1570. A partir de los años setenta, este arte asiste a un desarrollo espectacular conviviendo en el tiempo con el manierismo aristocrático que tiene lugar en la corte de Felipe II, con cuyo reinado y con obras tan universales como El Escorial marcha en paralelo, aunque con contactos de relieve. Todo el norte peninsular, desde Galicia a Aragón pasando por Castilla, se adhiere con fuerza al Romanismo y también otras zonas en menor medida. La actividad de Gregorio Fernández a comienzos del siglo XVII supone la llegada del realismo barroco, aunque en zonas del País Vasco, Navarra o La Rioja la escultura romanista perdura hasta mediado el siglo, integrada en estructuras arquitectónicas del barroco clasicista.
Las líneas que siguen tienen como objetivo el estudio de la escultura romanista en su conjunto. En ellas intentamos poner en relación aportaciones que por sí solas habían quedado infravaloradas y señalar la importancia de las relaciones profesionales entre artistas de las procedencias más dispares mediante aprendizajes, tasaciones o compañías. Algunas de estas tasaciones como las llevadas a cabo por Anchieta, Arbulo y Jordán en El Escorial, ponen en contacto la escultura de la corte con el Romanismo periférico y popular.
El último tercio del siglo XVI asiste a una serie de transformaciones que incidirán en mayor o menor medida en las artes y en concreto en la escultura.
La renovación eclesiástica tan necesaria después de la Reforma, la propia evolución artística propiciada por la llegada de nuevos modelos y formas de ver el arte italiano y, asimismo, el papel de clientes y mecenas que junto a los propios artistas divulgaron las formas y contenidos de la alta maniera, fueron sin duda los agentes que propiciaron el cambio y uniformaron en gran parte de la Península la dirección de las artes. La necesaria Contrarreforma llevada a cabo por la Iglesia tuvo su plasmación práctica en las sesiones del Concilio de Trento. Es evidente que Trento no dio indicaciones de estilo, no obstante en su célebre sesión XXV (1563) quedaron fijados determinados aspectos que incidieron en el arte, como la misión aleccionadora de la Iglesia, la devoción a las reliquias e imágenes de los santos, pasando por todo el marco legal necesario para la contratación de una obra religiosa.
Fueron las Constituciones Sinodales emanadas de las diócesis las que llevaron a la práctica las normativas fijadas en Trento. En el Arzobispado de Burgos fueron publicadas por mandato de don Francisco Pacheco en 1577 y más tarde en sus diócesis sufragáneas de Pamplona y Calahorra y La Calzada y en la cercana de Osma (Sebastián Pérez, 1586). En los capítulos "De eclesiis aedificandis" y "De Reliquiis Veneratione Sanctorum" se recogían dos aspectos significativos. Se precisaba el marco legal reforzando la autoridad de obispos y veedores y reafirmaba la finalidad didáctica y moral de las imágenes incidiendo en el necesario decoro de las mismas: "Y para ello mandamos a nuestros visitadores que en las Iglesias y lugares píos que visitasen, vean y examinen las tales imágenes e historias, y si hallaren que están indecentemente pintadas las hagan quitar".
A estos obispos se debe también la iniciativa de construcción de los mejores retablos romanistas en los templos catedralicios que gobernaban, con la consiguiente emulación por parte de las parroquias de sus diócesis, y en sus encargos particulares. La posesión de nutridas bibliotecas en las que no faltaban los tratados de arquitectura italianos, como el Serlio del obispo de Pamplona Bernal Díaz de Luco, o las estancias en Roma, como la del arzobispo Francisco Pacheco, orientaron significativamente la evolución de las artes. Los retablos mayores de las catedrales de Astorga, Burgos o Pamplona deben mucho a la intervención de sus prelados Diego de Sarmiento, Francisco Pacheco y Antonio Zapata.
El obispo de Pamplona Pedro Lafuente encargó un retablo para Moneo (su localidad de origen) a Juan de Anchieta, y a Juan de Muñatones, obispo de Segorbe y protagonista en Trento, debemos el extraordinario de Santa Casilda en Santa María de Briviesca, obra de López de Gámiz. Siempre dentro de las normas impuestas por la iglesia determinados miembros del estamento nobiliar también apostaron por la nueva estética. El banquero Gabriel de Zaporta vio cómo el retablo de su capilla de San Miguel en la Seo de Zaragoza lo erigía Juan de Anchieta, y un legado del Perú sirvió a la familia Salamanca para construir el retablo de la capilla de La Natividad en la catedral de Burgos, obra de Martín de la Haya y Domingo de Berriz.